Erase una vez, unas gafas con ganas de mucha marcha.
Eran de colores, de colores brillantes y alegres.
Eran divertidas, daban alegría cada vez que se ponían.
Pero se aburrían.
Se aburrían tanto que un día, decidieron irse.
Pero ¿cómo?
Siempre las vigilaban. Eran imprescindibles. Nunca las
dejaban solas.
Ni siquiera por la noche. También entonces dormían al lado
de quien las usaba para leer.
¡Qué fastidio!
Nunca podría irse de aventura.
Hasta que un día………
Se le presentó una oportunidad única. Entre el barullo de
los niños, los mayores, las risas y la fiesta…¡lo consiguió!. Se escapó al fin.
No recorrió mucho mundo. Fueron unos pocos kilómetros, pero
a ella le parecieron una maravilla, ¡Cuánto árbol! ¡Cuánto coche!¡cuanta gente!
Iba escondida, claro. Su amigo Niu la protegía. Él no lo
sabía, iba dormido, pero gracias a él se había escapado, y por tanto era su
amigo. Le había permitido cumplir su sueño.
Pero claro, como estaba dormido, no podía protegerla mucho y
al llegar a su casa, plof, las gafas cayeron al suelo mientras su amigo era
llevado a su casa, a su cuarto, a su cama.
Y ella quedó en el suelo, abandonada, triste, sola, y sin
ganas de aventura.
Ella pensaba que ir a otra casa sería divertido. Y lo era,
pero se habían olvidado de ella. Bueno olvidado no, la habían abandonado por
accidente. Nadie sabía que había decidido marcharse.
En su casa la buscaban por todos lados, y en esta nueva
casa, nadie sabía de ella.
Y se puso a llorar. Vaya frustración. Que mala aventura. Que
mala idea.
Ahora no sabía qué hacer.
Por eso se puso a llorar.
Por ser tan tonta y superficial.
Con lo bien y calentita que estaría ahora en su casa, en su
cuarto, en su cama….
Y lloró y lloró hasta que alguien la vio.
Y la vio al lado del coche de su amigo, y estaba inmóvil y
fría. Y pensó que había muerto.
Y la llevó a la casa de su amigo, pensando que era de él, y
él no la reconoció: ¡eh! Que soy yo, tu amiga, la que vive con Babette.
Pero el amigo, no sabía que era ella. No sabía que se había
escapado. No la reconocía fuera de su lugar de origen, y le dijo al vecino, que
no sabía quién era aquella intrusa.
Así que terminó en una casa extraña, con gente que no
conocía, triste y con ganas de no haber tenido aquella genial idea.
Pero no podía hacer nada. ¿No? ¿Seguro?
Ella no sabía qué hacer, pero si recordaba haber leído en
aquellos libros enooormes que devoraba, que el deseo debe formularse
correctamente.
Pensó, y pensó. Lo que quería era volver a su casa y dar por
finalizada su gran aventura.
Decidió pensar así: yo quiero volver a estar en la casa
donde me buscan y donde soy necesaria.
Y lo pensó, no una, ni dos veces, ni siquiera cien, ni mil.
Lo pensó un millón de veces. Lo pensó dando gracias porque la buscaran y la
quisieran. Lo pensó, pidiendo perdón por su error. Lo pensó sin hacer daño a
nadie. Lo pensó lo pensó y lo pensó…
Y un día, la vinieron a buscar.
Alguien escuchó su rezo, su llanto, sus gracias, su perdón,
y su petición, y mandó a que la buscaran y que la devolvieran al lugar de dónde
nunca debió salir.
¿Y fue feliz?
Claro, y triste, y alegre y ruidosa, y despistada, y cantó y
lloró de nuevo. Y fue todo lo que todos somos todos los días. Seres. Unos
animados y otros inanimados. Unos animales y otros materiales. Unos vivos y
otros con vida. Unos autónomos y otros dependientes. Pero todos formando una
vida y un ser y estar.
Y las gafas, encontraron su lugar y su saber estar.
Y colorín colorado, este relato se ha acabado.