lunes, 1 de noviembre de 2010

LA PRINCESA PERDIDA.

Erase una vez una princesa de 15 años que vivía en un mundo lleno de desilusión.
La princesa era preciosa, no era una princesa cualquiera, y su belleza no era deslumbrante porque ella no quería deslumbrar, ni siquiera quería ser princesa. Tenía una altura envidiable, unas formas de mujer perfectas, un pelo lacio y sedoso, que llevaba siempre limpio y arreglado, y una sonrisa que llenaba el tiempo, deteniéndolo.
La princesa era tímida pero ella no lo sabía, la princesa se creía una don nadie porque no confiaba en su belleza, la princesa era culta y no se lo creía, a veces hasta le daba vergüenza serlo, la princesa callaba su angustia porque creía que no tenía nada que decir, la princesa pensaba que no era guapa y que a nadie importaba, la princesa se sentía infeliz porque no era como todas las demás princesas, ni siquiera era como las demás que le rodeaban.
Ella veía como las damas de la corte eran alegres, juguetonas y un poco casquivanas, y ella no podía ser como ellas, no quería ser como ellas. Eso le llenaba de angustia y de dolor. Se enfrentaba a su espejo particular y se veía de forma diferente a cómo la veían los demás. Se veía diferente. Se veía fea y sin gracia, había perdido todo su encanto.
La princesa se volvía cada día más taciturna, no salía con las demás princesas, ni iba a fiestas porque o no la dejaban ir a las que quería ir, o no le interesaban aquellas a las que podía asistir.
La princesa no se interesaba por si misma porque pensaba que no valía la pena. La princesa se creía que no era popular, que no tenía éxito, que no era brillante, que no tenía encanto, que no tenía glamur, ni talento especial.
Y había decidido exigirse más y más, en todos los aspectos de su vida, para ser perfecta y agradar a los demás. Comía de forma exigente para no perder su figura o para cuidar su salud, el motivo era intrascendente, lo importante era la exigencia, era lo estricta que podía llegar a ser consigo misma, para no sentir que su vida era un fracaso.
Con esa baja autoestima y ese conflicto interior, parecía difícil que encontrara una salida que hubiera una solución, pero la había…..
La princesa se hacía preguntas, preguntas importantes, muy importantes, preguntas propias de su edad y su condición.
Las preguntas se las hacía ella sola. No compartía su inquietud con nadie porque se sabía fuerte y autónoma.
Pero un día bajó la guardia, y dejó que en su soledad entrara alguien….no era nadie cercano, no era nadie especial, pero una joven dama un día llegó a su lado y le preguntó por qué siempre parecía perdida. ¿Perdida? Le preguntó, y la joven dama le explicó que la encontraba perdida en su mundo, en sus pensamientos, que no atendía a los juegos ni a las risas de los demás…
La princesa se quedó perpleja porque esta joven dama tenía tres años menos que ella, ¡tres años! y aunque participaba del grupo de jóvenes que iban juntos a todos lados, jamás se le había acercado antes. No era como las demás, era seria y tranquila, sí, jugaba, pero jugaba con tranquilidad y serenidad, se divertía, pero no volvía locos a los criados, como las otras. Era simplemente diferente.
Cuando la princesa se repuso, se conmovió de la bondad y serenidad de la joven dama y le abrió su corazón. No sabía bien por qué, posiblemente porque ya estaba harta de fingir lo que no era, pero lo cierto es que lo hizo y se encontró aliviada, pero lo que más le sorprendió fue la respuesta de la joven.
La joven le dijo, no sé princesa muy bien de qué me habláis, soy demasiado niña para saber de todo eso, pero si sé quién puede ayudaros. Eso me vendrá  muy bien también a mí cuando me toque. Y la princesa aún sorprendida accedió a dejarse ayudar.
Quedaron en ir al bosque las dos. Se pondrían las capuchas para no ser reconocidas, y las botas de montaña para no estropear sus bellos zapatos.
A las 5 de la mañana partieron las dos. La princesa muerta de curiosidad y la joven muerta de miedo porque sabía que si las descubrían perdería el privilegio de servir en la corte.
Caminaron por espacio de tres horas, hasta llegar a una choza  mugrienta donde habitaba una mujer llena de harapos.
La joven se adelantó y presentó a la princesa diciendo “esta es la princesa de la que te hablé, vieja señora”.
El olor de la choza  era desconocido para la princesa que jamás había salido de palacio donde el olor más disonante era el de la comida.
La choza olía a humo y a desesperación…..pero irradiaba tranquilidad y sosiego.
La princesa estaba tranquila, la joven sin embargo expectante, observando la reacción de su princesa…..y la mujer llena de harapos habló: hola princesa, dijo, me gustaría saber en qué te puedo ayudar.
Y la princesa le contó que se sentía perdida, que no sabía bien quién era, que no se encontraba a gusto consigo misma, ni con su cuerpo, ni con sus habilidades, que le parecían escasas, ni con sus sentimientos, ni con la imagen que daba a los demás….y se vació. Contó todo lo que le había atormentado, lo contó de golpe, sin parar, y se sintió bien.
La mujer insistió diciéndole que no sabía en qué la podría ayudar, y la princesa le dijo que necesitaba respuestas, para poder crecer en paz, y dejar de sentirse sola y perdida.
La mujer le preguntó entonces si aquella joven dama que la acompañaba no era su amiga, y la princesa le dijo que sí, pero que aún a pesar de esa amistad, se sentía sola. No era nada personal con la joven dama, era agradable y le acompañaba, pero no le llenaba su soledad.
La mujer siguió preguntando que a qué se debía sentirse sola en compañía de los demás, que qué cosas hacía cuando estaba en compañía de los demás.
La princesa le contó que cuando estaba con la joven dama, bailaba, y leía, que se reían juntas y se comentaban sus más íntimos secretos, que las tardes se le hacían muy cortas, y que cuando se retiraba a sus aposentos, se alegraba de contar con la amistad de aquella joven dama, pero que existían otras damas, “las arpías” que no dejaban de meterse con la joven dama o de amargarle la tarde a la princesa, y que se reían de ellas porque no conseguían tener aventuras con ningún joven, ni príncipe ni vasallo, ni la princesa, ni la joven dama.
La mujer le interrogó sobre cómo se sentía y la princesa contestó que le asustaba un poco la idea de no haber sentido amor o pasión por ningún príncipe, porque ella quería casarse enamorada, aunque sabía que le habían concertado una boda con un príncipe de su edad y nobleza. También le contó que su joven dama, no tenía aventuras porque aún era muy jovencita, y que siempre estaba acompañando a la princesa. Le confesó que el veneno de las damas arpías, no estaba mucho en sus entrañas, porque cuando se quedaban solas, las dos, se reían de la superficialidad de esas damas que no tenían otra cosa  que hacer que amargar la vida de los demás.
La princesa siguió hablando de lo que entonces hacían las dos, se disfrazaban de una u otra dama arpía y las ridiculizaban. Cuando les hacía falta, cosían para que el disfraz las convirtiera con más acierto en cada una de ellas. Si lo necesitaban dibujaban, bien en papel, bien en lienzo, para dejar la evidencia de su burla. No se sentían felices de lo que hacían pero si se sentían aliviadas. Sentían alivio, porque esas pequeñas alimañas, les hacían daño. No quería pensar que lo hicieran a propósito, pero les mortificaban y mucho.
La señora preguntó asombrada cómo siendo ella la princesa no las despedía y cambiaba por otras, más de su agrado, y la princesa sorprendida dijo que no podía, que era su destino y que tenía que aprender a convivir con ellas porque ella era una princesa y tenía que superar ese reto. Las damas eran tontas, no malvadas, y les decían lo que les decían, porque ellas dos, no cumplían con el modelo establecido por la sociedad de la corte, y eran mucho más sanas y alegres, que las arpías, por eso las pinchaban, para mortificarlas y conseguir que fueran como ellas, todas iguales, para poder chismorrear de lo mismo y poder sentirse iguales a ellas, a la princesa y a la joven dama, pero sobre todo a la princesa, que era su señora.
La princesa miró de pronto sorprendida a la joven dama y le dijo: ¡caramba, hasta ahora no lo había visto así!, y la joven dama le sonrió tiernamente.
La mujer advirtió que la princesa había ganado en confianza, y quiso seguir preguntándole por las cosas que había aprendido con la joven dama: ¿no habéis dicho, princesa, que bailabais con la joven dama?. Oh si, dijo la princesa, me ha enseñado el baile de la corte en todas sus versiones, y gracias a ella ya no equivoco los pasos, ni el ritmo y puedo bailar toda la noche en las fiestas. También hemos practicado la lectura en distintos idiomas, y practicamos la conversación en diferentes lenguas. Hemos cosido cojines y brocados, de tanta dificultad, que mi madre la reina se quedo sorprendida por su confección. También dibujamos un cuadro que ocupaba toda una pared, con los motivos de nuestros juegos, allí aparecían, las arpías, nuestros bailes, nuestros rezos, nuestras risas…todo. Los disfraces que conté antes, los adornábamos con peinados de gran dificultad que nos ayudaban en las escenas que inventábamos, y en alguna ocasión, en un gran pergamino escribimos esas escenas, para no olvidarlas jamás. Las escondimos, eso sí, para que nadie pudiera encontrarlas. Nos divertimos mucho. Pero lo más importante, eran nuestras confidencias, hablamos y hablamos hasta el amanecer………
La princesa se quedó callada, pero no parecía triste, ni cansada, tan sólo parecía recordar…..y la mujer después de un corto espacio de tiempo le preguntó de qué hablaban en esas veladas interminables…..y la princesa mirando a la joven dama que sonreía, le contó que a veces se ponían frente al espejo, y se contemplaban diciéndose la una a la otra lo que les gustaba o no de sí mismas. Que muchas veces la joven dama le decía que no tenía por qué avergonzarse de su cuerpo, que era alta, fuerte, guapa y estilizada, y que tenía un estado saludable que todas envidiaban, y se reían, y que luego frente al espejo se despojaban de los ropajes y observaban los cambios que habían tenido en sus cuerpos. Y comentaban los cambios internos que habían acompañado a esos otros físicos, y que aunque tuvieran trastornos pasajeros propios de mujeres que a veces les trastornaban más que otros, se sentían bien. Y también comentaban cómo les afectaba a las emociones, como a veces estaban contentas y a veces irritables, y que en todos esos cambios, siempre había un espacio común para comentar cómo se sentían, y la comprensión y confianza que existía entre las dos aumentaba más y más en esos ratos.
La señora le dejó hablar y hablar, y la princesa habló de sentimientos encontrados con los varones que conocía, habló de su matrimonio concertado, habló de su cuerpo agraciado, hablo de su amistad con la joven dama, habló de la magnífica relación con su madre, la reina, habló de cómo los demás la admiraban en las actividades que, como princesa, tenía que asistir, habló de su capacidad para contar cuentos, para escribir, para dibujar, para bordar, para pintar, para escuchar, para sentir, para acompañar, para bailar…….y habló y habló sin parar, durante uno, dos, tres días…..hasta que cayó agotada sin fuerzas y en aquella choza mugrienta, sobre los harapos de aquella mujer desconocida hasta entonces, durmió y se recuperó de todo aquel esfuerzo reconfortante mientras que cariñosa su joven dama la cuidaba.
Ella no estaba agotada, ella había nacido para servir a su señora, no sabía hacer otra cosa, ni nada le satisfacía más que hacerlo. Le habían educado para ello, pero ella disfrutaba con lo que hacía. No le parecía servil, le parecía que hacía lo que mejor sabía hacer.
La señora contemplaba sonriente aquel cuadro de la princesa agotada y liberada de sus propias pesadillas y la joven agradecida que cuidaba a su amiga a quien al mismo tiempo servía. Y sólo cuando la joven cerró los ojos sonrientes y aceptó descansar también, ella, se dispuso, en la olla llena de mugre, a hacer una sopa que calmara el hambre de aquellas dos mujeres que tenía en frente. Sí, dijo bien, aquellas mujeres que habían llegado siendo niñas llenas de incertidumbre y dormían como jóvenes mujeres llenas de vida y de amistad.
Se despertaron casi a la par, cuando la luz ya no permitía la oscuridad en aquella choza, olieron agradecidas aquella sopa que la señora les había preparado, y la tomaron despacio y agradecidas. Descansaron un poco más y decidieron marchar al palacio, de vuelta. La princesa le dio las gracias a la mujer de los harapos, y le dijo, jamás olvidaré cuanto habéis hecho  por mí, y la mujer sonriéndole le dijo: princesa, no he hecho nada, si te das cuenta no he contestado ninguna de tus preguntas, la respuesta la has dado siempre tú, porque la respuesta siempre está dentro de ti. Ni siquiera yo existo realmente más allá de tu imaginación. Necesitabas oír en otros lo que ya tú sabías. La princesa la miró sin entender lo que la mujer decía, y ella y la joven dama se despidieron de la mujer con harapos.
Ambas jóvenes mujeres emprendieron el camino de vuelta al palacio, pero antes quisieron dar un último saludo a la señora, y cuando se volvieron apenas pasados 100 metros, el lugar parecía otro. No había choza, no estaba la mujer. Se miraron. Creyeron que se habían confundido y miraron a su alrededor, pero no dieron con el lugar en el que hacía breves instantes habían estado. Se abrazaron, no por miedo, sino por haber compartido aquella aventura. Ellas sabrían que había sido real, pero nada quedaba para poderlo compartir con los demás. Sería pues su secreto. Un secreto lleno de ternura y que les había permitido creer en sí mismas, y la princesa le dijo, joven dama, seré princesa primero y reina después si me acompañas en esa aventura, mi amiga. Y las dos abrazadas continuaron el camino hacia palacio.
Para mi princesa, aunque no es cierto que todas las mujeres tengamos que ser princesas……eso es una mentira mantenida a través de los tiempos.

2 comentarios:

Sebastian MARTIN ARRATE dijo...

Mira dentro de tí, y créete lo que te encuentres.
Sin pasarte, ni darte más importancia de la que tienes.
A lo mejor ésa es un virtud de las mujeres...Ya me lo explicarás en otro entretenido (y soberbio) cuento de princesas.

MARY LUY dijo...

Todas hemos querido ser princesas, y el despertar debería ser indoloro, o no despertar nunca de ese sueño. Lo cierto es que las princesas no existen más allá de nuestra imaginación. Cuando lo entiendes así, ya no duele.